Resumen


God of War es una obra maestra. Desde su primera entrega hasta la actualidad, la saga ha sido un referente por su calidad, tanto en narrativa como en jugabilidad. A lo largo de los años, hemos visto una evolución constante en su propuesta, aunque no exenta de críticas. Títulos como God of War: Ascension fueron cuestionados por repetir fórmulas, con un enfoque excesivo en el combate y un argumento que giraba nuevamente en torno a la venganza, algo que empezaba a volverse predecible y cansino.
Sin embargo, todo cambió con la entrega de God of War (2018). Fue una revolución tanto en lo técnico como en lo emocional. Por primera vez, vimos a un Kratos más humano, vulnerable, intentando redimirse por su pasado. El vínculo con su hijo Atreus es el núcleo emocional del juego, y se convierte en un puente para explorar temas profundos como la paternidad, el legado, el control de la ira, el dolor y la responsabilidad.
Gracias a su esposa Faye y a la presencia constante de Atreus, Kratos inicia un camino de transformación. Ya no se trata solo de destruir dioses, sino de redefinir qué significa ser uno. Se plantea una nueva filosofía: los dioses no deberían gobernar con miedo, sino estar al servicio de los mortales, algo impensado en las entregas anteriores.
La jugabilidad también evolucionó, apostando por una cámara más cercana, combates más tácticos y una progresión más rica, sin perder la esencia brutal que caracteriza la saga. Todo esto, acompañado por una dirección de arte increíble, música épica y un guion que emociona.
Si todavía no tuviste la oportunidad de jugarlo, te aseguro que no te vas a arrepentir. Incluso si venís de jugar solo shooters o títulos centrados en la acción sin mucha narrativa, God of War te va a sorprender. Es una experiencia que trasciende el género: es cine, es literatura, es arte interactivo.